02.01.2020 | Article d’opinió de Francina Alsina, presidenta de la Taula d’entitats del Tercer Sector Social, a El Quinze de Público.

“Además de reconocer la contribución del voluntariado, las Administraciones deben dotarlo de recursos para que pueda mantener su musculatura”

La Catalunya social de hoy, la que trabaja a favor de la cohesión y la inclusión social y construye una ciudadanía activa, solidaria y transformadora, no sería la que es sin la larga contribución del voluntariado. Personas en pie de lucha y en pie de vida que actúan, desde un compromiso cívico y social, para transformar la sociedad porque creen firmemente que esta puede ser menos injusta y más igualitaria.

Catalunya es, sin ninguna duda, un país de voluntariado. Las primeras experiencias se remontan al siglo XIV, impulsadas por movimientos de carácter religioso. No fue hasta el siglo XIX que la sociedad civil se implicó de lleno en él. Si nos fijamos en el origen de gran parte de las entidades catalanas que trabajan en el ámbito social, comprobaremos que éstas nacieron sobre todo por iniciativa de la misma ciudadanía, que no quería permanecer indiferente a lo que pasa a su alrededor.

En Catalunya la fuerza del voluntariado es innegable. Se calcula que hay medio millón de personas voluntarias y más de 20.000 entidades de voluntariado en activo. La Federació Catalana de Voluntariat Social acaba de cumplir 30 años. Todas estas personas tienen una característica en común: la empatía, el ponerse en la piel del otro. Sin ella difícilmente se puede llevar a cabo una labor de apoyo y acompañamiento a otras personas.

¿Y quién puede hacer voluntariado? Todo el mundo. De hecho, este es uno de los retos: conseguir un voluntariado inclusivo donde todas las personas, incluidas las personas con discapacidad y con problemas de salud mental, puedan ser parte activa de la sociedad.

Otra característica de los voluntarios es que saben que su fuerza es verdaderamente transformadora. Cuando creen en un proyecto, se implican a fondo para que este termine tomando forma y se consolide. Lo importante es que estas acciones se encuentren siempre bajo el paraguas de alguna entidad social, para que puedan tener continuidad.

Cuando las personas voluntarias optan por acercarse a una entidad, no suele ser una decisión tomada sin pensar. No es una idea que surge de repente, sino que, cuando se da este paso, es porque se ha meditado a fondo. Por lo tanto, es una decisión producto de la reflexión y de la responsabilidad; y un compromiso que nace de la propia conciencia y de una manera totalmente libre. Este concepto del compromiso es clave, porque ser voluntario o voluntaria implica tener unos derechos, pero también unos deberes, recogidos de forma precisa en la Ley del Voluntariado. En esta normativa queda claro que se trata de una actuación totalmente altruista. En ningún momento la persona voluntaria puede recibir ningún tipo de compensación económica a cambio de su acción. Las compensaciones que se reciben no se pueden cuantificar. El único interés que mueve al voluntario es la solidaridad y el poder contribuir a que otras personas no queden excluidas de la sociedad.

Una experiencia que vale la pena

Por mi propia experiencia, ser voluntario o voluntaria no es siempre tarea fácil. Se precisa fuerza para superar, más de una vez, el sentimiento de impotencia y de rechazo ante situaciones que son injustas e incomprensibles. A veces puedes llegar a preguntarte: “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Sirve de algo este esfuerzo? ¿Vale la pena continuar?”. Pero la respuesta es siempre que vale la pena. Uno lo percibe cuando ha vivido la experiencia de estar presente allí, en ese momento concreto, sin hacer otra cosa que estar, escuchar y acompañar; cuando logra que la persona –sobre todo si se halla en situaciones duras y complejas– se empodere y recupere paulatinamente su dignidad, su autonomía y sus derechos, negados por otras personas o por el mismo sistema que las ha dejado al margen.

El voluntario o voluntaria no sustituye a una persona asalariada. En la Ley del Voluntariado queda bien especificada cuál es la aportación de unos y de otros. La acción voluntaria no sustituye en ningún caso a lo que le corresponde a un trabajador o trabajadora. Aunque profesionales lo son todas, tanto las asalariadas como los voluntarias. En los últimos años, el voluntariado se ha profesionalizado, en tanto que todo el mundo tiene bien presente que no se puede ejercer ningún trabajo de voluntario sin una formación; sin aprender unas herramientas, unos recursos y unas habilidades concretas. Es un error pensar que la persona voluntaria actúa sola y según su voluntad. Esto ya forma parte del pasado. Y esta profesionalización ha comportado que la persona voluntaria, antes que nada, sepa bien cuáles son sus derechos y sus deberes y reciba una formación específica en el ámbito en el que hará la acción, para que tenga claro cuál debe ser su papel y qué puede hacer y qué no.

Como país, podemos estar orgullosos de tener una voz como la del voluntariado, crítica y comprometida contra las desigualdades y, a veces, injustamente desapercibida, a pesar del impacto positivo que genera en la comunidad. Ahora necesitamos que las Administraciones no sólo reconozcan su valiosa contribución –que ya lo hacen–, sino que también lo doten de los recursos necesarios para que pueda mantener su musculatura.

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